Las patologías empresariales, si no son detectadas y tratadas oportunamente, debilitan la productividad y corroen el entusiasmo.

Las patologías empresariales, si no son detectadas y tratadas oportunamente, debilitan la productividad y corroen el entusiasmo. Foto: Captura

Cuando los compañeros son tóxicos

11 de octubre de 2018 09:29

El determinismo científico puede ser tan nocivo como el determinismo religioso. Puede reducir al ser humano a fórmulas y conceptos, volverlo un objeto. La ciencia incursiona en un territorio desconocido cuando intenta explicar la conducta humana. No le queda más remedio que generalizar, estereotipar, disecar y rotular. Aun así, sus teorías son provisionales.

El comportamiento humano se explica desde los eventos externos, la educación, las circunstancias familiares, los condicionamientos sociales, o desde los instintos, el mundo emocional de los individuos, su vida psíquica.

En el ambiente laboral, concluyen algunos estudios, las personas se contagian fácilmente de los estados de ánimo y conductas tóxicas de sus compañeros.

El estrés, por ejemplo, ‘vuela’ en el aire. Quienes lo respiran reaccionan de manera tensa, actúan a la defensiva.

El mal genio es un virus que se propaga rápidamente; sus víctimas se vuelven irascibles, de pocas pulgas. El pesimismo puede transmitirse como una peste; los infectados empiezan a ponerle peros a todo.

La gente hostil emana ondas mentales que penetran en la psiquis de quienes les rodean; de modo que el lugar se torna en un campo de batalla.

Los jefes autoritarios son capaces de atemorizar a sus subalternos, al punto de paralizarlos con su presencia.

El padre de la teoría de la inteligencia emocional, Daniel Goleman, ha introducido sus postulados en el ambiente de trabajo. La paradoja mayor es que los individuos intelectualmente inteligentes pueden ser un auténtico desastre cuando se trata del manejo de las emociones.

Dan demostraciones de una extraordinaria capacidad de abstracción, pero se comportan como niños caprichosos y manipuladores.

Los hallazgos en el campo de la neurología refuerzan la experiencia inmediata de que las emociones modulan la convivencia entre los sujetos. Y lejos de lo que se piensa, la racionalidad no es precisamente lo que prevalece en los entornos laborales.

De otra parte, el aspecto radical de estos planteamientos, la psicología de las masas, que Sigmund Freud abordó en su obra ‘Psicología de las masas y análisis del yo’, deja un escaso margen para la capacidad de los individuos para sobreponerse a influencias externas perturbadoras.

La serenidad frente a la ofensa; la tolerancia ante la crítica y la calumnia. La firmeza como respuestas a la provocación; la discreción cuando el chisme y la difamación quieren ganar terreno. La ausencia de rencor o venganza luego de haber sido blanco de la envidia y la intriga.

La paciencia, que no debe confundirse con el estoicismo; la prudencia, que no es lo mismo que la omisión cómplice, ayudan a sobrellevar situaciones que pueden desquiciar y provocar amargura. Sin un trasfondo de madurez y dominio del propio carácter, difícilmente se logra sobrevivir en ambientes tóxicos.

La idea de que el individuo es víctima de su entorno, que las circunstancias le vapulean y someten; que está condenado a sufrir pasivamente, parte desde el convencimiento de que el ser humano puede convertirse en lo que cualquier poder dominante quiera hacer de él.

La ‘toxemia’ llega a apropiarse de algunas áreas laborales, y a veces de la organización entera. Las patologías empresariales, si no son detectadas y tratadas oportunamente, debilitan la productividad y corroen el entusiasmo. Pero además se convierten en eslabones del malestar colectivo, pues los individuos llevan el contagio a sus propias familias.

Es fácil entender ese círculo vicioso. La única inmunización posible es el manejo equilibrado de las propias emociones, por encima de la psicología grupal.